sábado, 4 de julio de 2015

Gastronomía medieval, Primera parte (de cinco). 1. La dieta diaria y las clases sociales.




            Heredera directa de las invasiones bárbaras, la gastronomía medieval europea se caracterizó por el ansia de la carne (algo que, por cierto, ha llegado hasta nuestros días). Eso aumentó el desequilibrio entre ricos y pobres, sencillamente porque no se puede alimentar a una gran población a base de una dieta principalmente cárnica. No con las técnicas que se conocían entonces. Así que nos encontramos con una minoría que comía mucho y bien (en ocasiones hasta cinco veces al día) frente a una gran mayoría que comía una sola vez (bueno, dos si tenemos en cuenta el bocado de media mañana)... Eso, cuando tenía qué comer.

            Comer bien, y eso significaba comer carne, se convirtió en símbolo de riqueza y éxito social, en especial entre las emergentes clases burguesas de las ciudades. Y si no se podía comer, pues a veces, por aquello de las apariencias, tristemente se disimulaba. Al menos en teoría, cuando más alto se estaba en la escala social, menos hambre se pasaba (ejem). Y para asegurar el suministro alimentario de los privilegiados, se cimentó la diferencia con edictos y leyes: Los hijos del campesino podían morirse de hambre, pero su padre podía perder la nariz o las orejas (y si reincidía, la vida) si trataba de poner trampas para atrapar a alguno de los jabalíes que venían por la noche a destrozarle el huerto, que los jabalíes moraban en el bosque cercano, que a su vez era coto reservado exclusivamente para el señor feudal. ¡No hablemos de ir a cazarlo para alimentar a su gente! (Que todos recordamos las aventuras de Robin Hodd). Los médicos (que casualmente estaban a sueldo de las clases privilegiadas) coincidían en esta tendencia de alimentos de ricos y de pobres, recomendando el aliño con carísimas y supuestamente salutíferas especias para alimento de los ricos, mientras despachaban a los pobres con hierbas campestres y ajo aduciendo que la comida del campesino (es decir, del currante) tenía que ser por fuerza tosca, sin refinamientos, debido a que si no se les “ablandaría el espíritu” y no podrían realizar su dura y honrada tarea diaria...
            En fin...
            Y nos quejamos de los políticos de ahora...

Ingredientes de la cocina medieval europea
            Pese al hambre de carne de las clases privilegiadas, el alimento básico del mundo medieval siguió siendo el pan “Con pan y vino se hace el camino” y “El pan nuestro de cada día dánoslo hoy” son algo más que frases hechas. Son testimonio de una  época en la que el cereal, en forma de pan, estaba presente en cada comida, ya fuera como acompañamiento indispensable de las viandas... o como plato principal. Aunque en muchos hogares se siguíó moliendo el cereal toscamente, a mano, (sobre una piedra plana con un canto rodado de río, a la manera neolítica, más tradicional imposible) en la Edad Media proliferaron los molinos de agua y de viento, que confeccionaban una harina más fina (a cambio de quedarse como pago un puñadito de esa harina, por cierto). Del mismo modo surgieron tahonas y hornos de pan que cocían la masa que les traía la gente a cambio de quedarse, a su vez,  con una porción de la misma. Todo hay que decirlo, la hornada era más regular y el pan resultaba más digestivo.  En épocas de abundancia, las gentes del medievo podían llegar a consumir entre 1 y 1´5 kg. de pan por persona diariamente. La calidad del pan, evidentemente, no sólo dependía del horneado, sino del cereal con el que estuviera hecho. El más apreciado y considerado el más saludable era el de trigo. Sustitutivos en caso de no poder costearlo (o no tener acceso al mismo, fuera al precio que fuera) fueron el centeno, el mijo, la avena y el alforfón, que daban panes más negros y duros. Los cereales también se consumían en forma de gachas, algunas ennoblecidas con leche y azúcar (alimento de niños o enfermos), otras con harina groseramente molida a mano y mal cocinadas en un caldo de sospechosa procedencia. Mención aparte merecen las gachas llamadas “frumenty” (o “furmity”). Herederas de las gachas de avena que en época del solsticio de invierno tomaban los celtas, acabaron convirtiéndose en el desayuno tradicional de los pueblos del norte de Europa. De hecho, convertidas en el actual porridge, sigue siendo el desayuno de muchos anglosajones.
            A medio camino entre el pan y las gachas estaban las “ensopadas”, un plato sencillisimo de hacer, pues consistía simplemente en irle echando trozos de pan al caldo, vino, leche o incluso a una salsa, para luego poderlos comer cómodamente con cuchara. Recurso muy útil para aquellos con mala dentadura (o sin ninguna dentadura en absoluto) en unos tiempos en los que los dentistas se limitaban a arrancar los dientes podridos y los panes se ponían duros enseguida, si es que no lo estaban ya al sacarlos del horno). Por lo que respecta al arroz, se cultivaba solo en el Levante español  y en partes de Italia, y aún seguía siendo un producto exótico y de razonable lujo para la mayor parte de los europeos.
            Dejando aparte la caza, la carne más consumida en la Edad Media europea (y cristiana) fue el bendito y benemérito cerdo, barato de mantener ya que lo alimentaban de sobras y basuras. Poblaciones había que limpian sus calles de desperdicios soltando piaras de estos simpáticos animales, que devoraban alegremente no sólo lo que hoy llamaríamos “basura orgánica”, sino también los cadáveres de animales tirados por la calle (y hasta de personas, si se terciaba. Y si sólo fueran cadáveres... Más de un mendigo o borracho terminó con una mano u oreja de menos, pues lo despertaron los cerdos cuando ya lo estaban mordisqueando... ). La carne de bovino no era tan común porque bueyes y vacas se reservaban como fuerza de trabajo agrícola (los primeros) y como productoras de leche (las segundas). Lo habitual era que su carne se consumiera  cuando estaban ya demasiado viejos para seguir dando servicio al hombre (olvídense pues de los jugosos y tiernos trozos de ternera, y bienvenidos al mundo medieval de las carnes duras y correosas). Lo mismo pasaba con la oveja (por su lana), la cabra (por su leche) el burro y el asno (por su fuerza de trabajo). Con el caballo... Pues teóricamente no. Los cristianos tenían prohibido comer de su carne por edicto papal de Gregorio III en el 732... pero, en la práctica, no resultaba tan difícil  hacer pasar la carne de un caballo viejo por carne de  otro cuadrúpedo, o que entrara a formar parte de esas carnes anónimas que, convertidas en picadillo y bien sazonadas, formaban parte de las sospechosas salchichas, anónimas albóndigas y empanadas sin padre ni madre que se vendían en los puestos callejeros... Otras carnes “anónimas” que iban a parar al puchero eran las de perros, gatos, ratones, erizos, ardillas... En general todo lo que corriese o reptase era susceptible de ser comido (menos el sapo, que es hijo de Satán y de sus amantes las brujas... Y además, es venenoso). Y es que el dicho de “lo que no mata engorda” nunca se aplicó tan al pie de la letra. Y lo mismo se aplicó a la volatería, claro. El pollo fue en las aves el equivalente al cerdo, y se críaban gallinas por sus huevos (y cuando dejaban de ponerlos, pues se van a la cazuela). Al pollo y la gallina le sigue una larga lista de volatería:  el pavo real y el cisne (aunque se dice que el excesivo consumo de su carne embrutece la mente y atonta el espíritu), gansos, patos, palomas, codornices, perdices, cigüeñas, alondra... Con unas carnes tan duras, lo habitual era cocerlas primero  y asarlas después. Además, así tenían la base para hacer caldo, que pocas veces una sociedad fue tan sopera como durante nuestra Edad Media. En ocasiones, una vez cocidas, se freían en vez de asarlas, pero en tal caso siempre con unto de cerdo o grasa animal. El aceite de oliva en la cocina lo usaban musulmanes y judíos, y aunque los cristianos lo conocían, lo usaban sólo en las prácticas religiosas (y como aliño en crudo y para cocinar en tiempo de Cuaresma). Sobre la cantidad de carne que se consumía... Las estadísticas siempre son engañosas (si un noble se zampaba tres pollos y sus dos sirvientes ayunaban mirándoselo con hambre, por estadística todos comieron un pollo, lo cual ya es el colmo del cinismo). En los territorios Alemanes, hacia el siglo XIV se consumía entre 500 gr. y 1 kg. de carne por persona y día. Al menos, eso se deduce de un estudio de los libros de contabilidad de las ciudades de Berlín, Estrasburgo y Fráncfort del Óder, milagrosamente conservados hasta nuestros días. (De todos modos, este estudio no dice qué porcentaje de dicha carne acabó en las prietas y orondas panzas de los burgueses, claro). Si los datos son correctos, Alemania fue la zona de Europa más “carnívora” en este periodo (No me los envidien demasiado, luego les llegaron las hambrunas durante las guerras de religión del siglo XVII)
            En el medievo, el pescado siempre fue considerado un alimento de segunda clase, sustitutivo de la carne los viernes y en época de Cuaresma, comida de monjes y religiosos y de pobres de las poblaciones costeras o fluviales que no tenían otra cosa de qué comer. Los pescados de mar más apreciados y consumidos fueron: besugo, cazón, atún, bacalao, sardina, congrio, y ballena, claro, que pescado es, pues vive en el mar.  Por lo que respecta a pescados de río: anguila, sábalo, trucha, perca, lamprea, carpa, trucha y salmón. También se alimentaban de ciertos crustáceos y moluscos: sobre todo de ostras, mejillones, cangrejos y langostas. Todo ello a pie de río o en zona costera, claro. Si el pescado fresco tenía que viajar al interior su precio se disparaba... No tanto por el transporte por malos caminos sino por las carísimas aguas olorosas que se iban echando para disimularle el mal olor. Una opción más barata (y más sana) era salarlo (como hacemos hoy con el bacalao), secarlo y ahumarlo. Los arenques ahumados del Mar del Norte gozaron de justa fama en toda Europa, y llegaron a exportarse hasta la corte de Constantinopla. El pescado fresco solía consumirse frito. Si se trataba de pescado salado, una vez remojado en agua o leche para quitar el exceso de sal se preparaba con salsas ácidas de vinagre, a la manera de nuestros escabeches.
            Peor fama que los pescados tenían las legumbres y los vegetales: Ocasionalmente aparecían en algún potaje o estofado, pero siempre como acompañamiento de la carne, nunca como vianda principal. Eran comida de cerdos y de pobres, cosa innoble e inmunda que ningún noble con honor se llevaría a la boca, ni aunque se estuviera muriendo de hambre (aunque del dicho al hecho...). Los más consumidos de estos productos bajunos fueron las habas, los garbanzos, las lentejas, los guisantes, las coles (sobre todo en Centroeuropa), las remolachas, los nabos y las zanahorias. Ajos y cebollas tenían mejor fama, no tanto por su valor alimenticio como por sus supuestas virtudes salutíferas.
            Por lo que respecta a la fruta, se consumía bastante, ya fuera fresca (aunque los médicos tenían sus dudas de que fuera digestiva de este modo), seca o en conserva. A veces se usaba como edulcorante, sustituyendo a los demasiado caros (para muchos) azúcar y miel. En el norte de Europa eran habituales las peras, las ciruelas y las moras. La oferta en la zona mediterránea es más variada: uvas, higos, membrillos, naranjas (la variante amarga, con pepitas), limones y dátiles. Y, por supuesto, manzanas, comunes en toda Europa y quizá la fruta más consumida en la época. Junto con los nabos, ocupaban a  nivel culinario de guarnición de carnes y acompañamiento de potajes el papel que hoy tiene la americana patata.
            Como condimentos los ricos utilizaban las carísimas y exóticas especias: azafrán, clavo, pimienta, jengibre, canela, nuez moscada. Todo ello importado de Asia y África, a unos precios tan increíbles que no es extraño que los Reyes católicos accedieran a financiar el viaje de Colón al País de las Especias, por mucho que sus matemáticos demostraran que ese loco genovés se equivocaba, que la Tierra tenía una circunferencia bastante más grande que la que él afirmaba. ¡Si por casualidad tenía razón, las ganancias serían enormes! Los pobres condimentaban sus condumios con el siempre socorrido ajo, así como  con hierbas locales: perejil, tomillo, mostaza, eneldo (muy usado en Centroeuropa), anís, orégano, hinojo, cilantro, menta...
            En el apartado de la repostería, un paladar moderno echaría de menos el azúcar. Aún era un producto demasiado caro, que se cultivaba sólo en zonas muy concretas del sur de Europa. Además, como endulzante ya estaba, de toda la vida, la miel.  Aparte de panes dulces rellenos de frutas o miel, hay dulcería engolosinada hecha a base de carne, como el “manjar blanco” (una delicia con gallina triturada, leche, almendras y miel). En Francia e Italia se ponen de moda las frutas secas (en especial los anillos secos de naranja, antecedente de la fruta confitada renacentista). Hacia finales del periodo medieval aparecen dos nuevos tipos de dulces: El mazapán (receta árabe popularizada por los sefardíes) y las galletas, bastante parecidas a cómo las conocemos hoy en día gracias a las nuevas técnicas de horneado.

Una receta: Gato escabechado
Hasta la Peste Negra de 1348 fue bocado habitual en la cocina castellana, pues es prolífico y se reproduce con rapidez, pese a que su carne no sea tan sabrosa como la de la liebre o el conejo, a los que se parece (y por los que a veces el posadero hace pasar.)
Una vez sacrificado el animal, córtesele rabo, garras y cojones si los hubiere (que darán mal sabor al guiso si se mantienen). Despelléjese cual si se tratara de un conejo, desángrese, destrípese y déjese abierto al oreo toda una noche (otras recetas hablan de enterrarlo envuelto en un paño un día entero, pero yo prefiero la primera opción, no sea que lo descubran las hormigas y nos fastidien la merienda). Ablándese dejándolo ocho horas en un escabeche de vinagre con ajo y tomillo, cocínese troceado en cazuela de barro con unto de cerdo y sírvase como si fuera conejo si se tienen pocas manías y aún menos escrúpulos. ¡No se coman los sesos del animal! Que dicen los físicos que es alimento dañino que provoca la locura,

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